Mamá de ‘El Chapo’ Guzmán: Una vida entre Dios y el narcotráfico

CULIACÁN, Sinaloa.-En La Tuna, Badiraguato, cuando fallecía alguno de los 30 mil habitantes que aún quedan en el municipio que algunos apodan “el cunero del narcotráfico”, todas las familias sabían a quién pedirle que guiara las oraciones: Una adulta mayor que conocía de memoria los pasajes más importantes de la Biblia y que en el pueblo era conocida como doña Consuelo, aunque el país y el mundo la conociera como “la mamá de El Chapo Guzmán”.

No hay alguien en el pueblo que desconozca el camino hasta la “Casa Rosa” de María Consuelo Loera Pérez, fallecida este domingo a los 94 años.

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Así que en cuanto la muerte atacaba a alguien en ese rincón de la Sierra Madre Occidental, todos acudían al hogar que le regaló su hijo en 1989 y tocaban su puerta, la misma que se ha abierto para políticos locales, criminales, sacerdotes, periodistas y hasta enemigos del Cártel de Sinaloa.

Entonces ella, dando pasos cortos y pacientes, cruzaba los jardines con bugambilias para recibir la noticia, aceptar hacer las oraciones y pedir tiempo para prepararse espiritualmente, que significaba pasar varias horas en la capilla construida detrás de su recámara.

A nadie parecía importarle que Joaquín, su hijo más famoso —además de Armida, Bernarda, Miguel Ángel, Aureliano, Arturo y Emilio—, fuera un despiadado narcotraficante con un récord de miles de muertos a cuyas familias les negó, incluso, un cuerpo para velar.

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O que ella fuera beneficiaria de la fortuna que acumuló su familia sobre drogas y armas. Doña Consuelo era querida por la ayuda que brindaba al pueblo y admirada por sus conocimientos religiosos.

Si su hijo Joaquín Guzmán Loera fue un —mal— ejemplo para miles de jóvenes, María Consuelo Loera Pérez lo fue para las madres de los narcotraficantes paridos en esa región narca conocida como el Triángulo Dorado.

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Ella, sin saberlo ni quererlo, definió a una generación de mujeres que tenían que convivir con una contradicción tan pública como el llamado a misa: Amar a Dios y amar al narcotráfico.

Doña Consuelo enseñó a las mujeres de su tiempo y más jóvenes cómo sostener una Biblia con una mano derecha y tomar billetes con la izquierda. Cómo guardar silencio ante el origen de la súbita riqueza y sólo anunciarla si es para compartirla con el pueblo.

Cómo resistir la tentación del lujo y conformarse con una vida cómoda para no atraer la atención del gobierno, nacional y extranjero. Cómo defender la honra de un hijo criminal y sostener, hasta la muerte, que es un inofensivo agricultor.

Incluso, cómo comportarse frente a las cámaras y hasta frente a un jefe de Estado, como en 2020, cuando saludó de mano al presidente Andrés Manuel López Obrador durante su visita a Sinaloa para supervisar la construcción de la carretera Badiraguato-Guadalupe y Calvo.

Nunca negó que su hijo fuera el sanguinario fundador del Cártel de Sinaloa, pero tampoco lo confirmó. Nunca condenó públicamente la violencia que desató el hijo que procreó con Emilio Guzmán Bustillos en 1957, pero la reprobaba en privado cuando El Chapo se presentaba en su casa a comer sus famosas enchiladas.

Nunca confirmó que sus escoltas armados fueran producto de los negocios ilegales de su familia, pero contra sus deseos no salía a la calle sin ellos desde 2016, cuando su casa fue saqueada por sicarios del Cártel de los Beltrán Leyva.

En cambio, sí le gustaba presumir que su hijo más famoso la consentía como una reina. Y en privado contaba lo espléndido que era El Chapo con ella, especialmente en sus cumpleaños, como aquel que celebró con un concierto privado de Juan Gabriel, a quien el cártel voló en un jet privado desde California, Estados Unidos, sólo para que le cantara Las Mañanitas a la matriarca de la familia criminal más famosa de México.

Historias como esa se cuentan en La Tuna sobre la vecina más famosa del pueblo: Que tenía millones guardados en el patio de su casa, que todas las rosas rojas del pueblo se vendían en su cumpleaños, que algo tenía de mística porque sus remedios caseros aliviaban hasta los dolores más profundos y que le mandaba cartas al papa Juan Pablo II y que el líder religioso se las contestaba de puño y letra agradecido por sus obras.

Acaso, la anécdota más contada es aquel supuesto regaño que hizo doña Consuelo a su hijo Joaquín cuando las autoridades mexicanas lo señalaron inicialmente como el autor del homicidio del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en mayo de 1993.

Estaba tan indignada por el asesinato que ordenó que se estableciera una breve tregua con el Cártel de Tijuana en honor al cardenal y que nunca más se dirigieran las armas contra un sacerdote. El Chapo, obediente, le dio la razón.

Sus valores moldearon, de algún modo, al cártel y, por ende, a México. No se metía en el negocio sucio de sus hijos, y despreciaba la droga por parecerle impía, pero sí daba recomendaciones generales: la familia es sagrada, los niños no se tocan, los curas y maestros de los pueblos deben poder hacer su trabajo sin miedo y hay que repartir el dinero entre la gente más pobre.

Consejos que los Guzmán Loera acataban o desoían, según la conveniencia del momento.

Aquel 1993 fue el año en que dejó el anonimato. Un mes después, en junio, El Chapo fue detenido en Guatemala y su fotografía en el patio del penal de máxima seguridad antes conocido como Almoloya, con el abrigo y gorra marrón claro, le dieron la vuelta al mundo.

El interés en la vida de ese narcotraficante de apariencia tímida y que murmuraba “soy agricultor” frente a sus captores se extrapoló al de su círculo familiar y su madre dejó de ser únicamente la hija de Ovidio Loera Cobret y Pomposa Pérez Uriarte y se convirtió en una celebridad a quien periodistas le imploraban que les diera una entrevista exclusiva.

A los que se atrevían a manejar hasta siete horas en auto y atravesar retenes y halcones para llegar hasta la “Casa Rosa”, doña Consuelo los solía regresar por el camino en el que llegaron, pero antes les ofrecía un taco de algunos de los guisados que tantos elogios le dieron, como el asado de conejo, la machaca, los tamales y el pozole que regala en el mes patrio. “Si le ofrezco algo, no me lo desprecie”, solía decir con una sonrisa.

El declive de su salud comenzó en 2021, cuando se contagió de covid-19. Dicen en La Tuna que adquirió el virus tras asistir a una ceremonia religiosa en Badiraguato; otros que se contagió orando junto a un enfermo que moriría irremediablemente de una enfermedad respiratoria.

El virus no la asustaba tanto como alejarse de Dios y de la gente que dependía de ella para escuchar las Sagradas Escrituras.

Toleró bien la cuarentena —a pesar de su edad— gracias a su esquema completo de vacunación, pero el virus le dejó secuelas, como la incapacidad para respirar con normalidad al caminar y una ronquera que la acompañó hasta el final de sus días.

A finales de noviembre, las consecuencias del coronavirus debilitaron tanto su cuerpo que ya no pudo seguir con el tratamiento médico en casa y fue trasladada a la Clínica Hospital Culiacán, donde falleció este 10 de diciembre por causas naturales.

Su cuerpo, anunció el gobernador Rubén Rocha Moya, volverá a La Tuna, como era su deseo. Se organizarán misas, rosarios y se volverán a agotar las rosas rojas.

Sólo una voluntad quedará incumplida: Tal y como lo pidió por escrito en una carta al presidente, no quería morir sin viajar a Estados Unidos para abrazar por última vez a su hijo Joaquín, cuya vida se agota en la prisión de máxima seguridad ADX Florence en Colorado.

Cuando el pueblo se reúna para despedir a María Consuelo Loera Pérez, tendrán que encontrar quien guíe el rosario. La “mamá del Chapo” ya descansa en paz.

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