El miedo a tener un hijo varón

Cuando mi hijo, Macallah, nació hace cinco años, mis estudiantes de la universidad me preguntaron qué se sentía ser papá por primera vez.

“Muero de miedo”, espeté. “Solo puedo pensar en si lo molestarán en la escuela”.

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El silencio y la perplejidad invadieron el salón. “Su hijo apenas nació”, dijo una alumna.

“Ya sé”, le respondí. “Pero este niño será criado para sentir y expresar su vulnerabilidad. Eso es una maldición en esta cultura”.

Lo que me preocupaba de igual manera era la conciencia de lo que conllevaba: cualquier cosa que mi esposa y yo hiciéramos para dar forma a la identidad masculina de nuestro hijo competiría en contra de normas culturales tales como una indiferencia adoptada a la escuela, lo cual puede llevar a calificaciones, tasa de graduación y motivación académica bajas; una cultura de los deportes y los juegos que exalta la dominación alfa (y reflejos masculinos agresivos); y un carácter lacónico que alimenta el sentimiento de separación y, demasiado a menudo, la depresión.

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Todo el terror y el desprecio que siempre había sentido por el guion limitante de las normas tradicionales masculinas estaban yendo ahora hacia mí. Me enfrentaba a uno de mis peores miedos con respecto a la paternidad: tener un hijo varón.

Lo que todo mundo sabe, como confirman las investigaciones, es que la mayoría de los padres quieren hijos. Eso está comenzando a cambiar. Algunos hombres, como yo, tenemos miedo de tener hijos varones.

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En la página web del programa de radio en NPR, On Being, la escritora Courtney E. Martin dice sobre muchos futuros padres jóvenes de clase media y media alta: “He observado una tendencia fascinante: parecen desear de manera desproporcionada tener una niña en lugar de un niño”. Una encuesta informal que hizo por Facebook arrojó los siguientes resultados: “Quería una niña sobre todo porque sentía que era más difícil ser niño en la sociedad actual. Si tengo un hijo aceptaré el desafío de criar a un niño… que puede aprender el poder de la vulnerabilidad aunque la cultura machista trate de hacer que la considere una debilidad. Pero, para ser sincero, espero que mi segundo hijo sea también una niña”. Esta ejemplifica muchas de las respuestas, que revelaron que los hombres se sentían más seguros, o “con mejores herramientas”, para compartir la crianza de “una hija fuerte y segura”.

Martin dice que su propio esposo se sintió aliviado de tener hijas en lugar de hijos. Él dice: “Siento que no cumplo con muchas de las normas sociales sobre la masculinidad… Estoy mucho más interesado en el reto de ayudar a una niña o joven a trascender las condiciones sexistas. En cierto modo, parece más posible y más importante”.

Tales sentimientos se extienden mucho más allá de ese pequeño conjunto de hombres. Considérense, por ejemplo, blogs como “Men Need Daughters More Than They Need Sons” [Los hombres necesitan hijas más de lo que necesitan hijos] o “Every Guy Thinks He Wants Boys, But Every Guy Should Want Daughters” [Todos los hombres piensan que quieren niños, pero todos los hombres deberían querer niñas]. O esto: en un estudio llevado a cabo en 2010, algunos economistas del Instituto de Tecnología de California, la Escuela de Economía de Londres y la Universidad de Nueva York descubrieron, entre otras cosas, que los padres adoptivos en Estados Unidos preferían niñas a niños por casi un tercio. Estos datos se basaban en más de 800 adopciones ocurridas entre junio de 2004 y agosto de 2009. Los investigadores sugieren que tal preferencia por las niñas puede deberse a que los padres adoptivos “temen un comportamiento social disfuncional en los hijos adoptivos y perciben a las niñas como ‘menos riesgosas’ que los niños en ese aspecto”. Los padres adoptivos están dispuestos incluso a pagar un promedio de 16.000 dólares más en gastos de resolución por una niña que por un niño. Las parejas del mismo sexo y las solteras mostraron una proclividad incluso mayor a adoptar niñas.

Estas preferencias no se limitan a padres adoptivos. Un artículo publicado en Slate cita un estudio de la revista Reproductive Biomedicine Online, el cual encontró que las parejas blancas escogen de manera preferencial a mujeres en el cada vez más común procedimiento de diagnóstico genético previo a la implantación el 70 por ciento de las veces (las pacientes que recurren a la fecundación in vitro a menudo utilizan este procedimiento para analizar la posible presencia de anomalías genéticas en sus embriones). El artículo también menciona que muchos doctores especialistas en fertilidad observan que el 80 de los pacientes que escogen el sexo de su bebé prefiere niñas.

Pocos de nosotros parecemos percatarnos de que el comportamiento típico de los niños, que pide cada vez más servilismo, no se origina en ellos. En A New Psychology of Women: Gender, Culture, and Ethnicity, Hilary M. Lips escribe: “…los padres tienden a tener contacto físico con los bebés varones con menos frecuencia y más bruscamente que con las bebés, y son más gentiles y protectores en su trato hacia las hijas”. Las investigaciones también muestran que los padres tratan distinto a los niños después de que se lastiman que a las hijas, y otro estudio, titulado Gender and Age Differences in Parent-Child Emotion Talk, revela que las madres usan un lenguaje más afectivo con sus hijas en edad preescolar que con sus hijos de la misma edad.

Esa manera masculina y desequilibrada de pensar es parte de nuestro legado, porque los niños imitan las actitudes del padre de su mismo sexo. En un artículo de la revista Time sobre este estudio, Harriet Tenenbaum, una coautora, observa: “La mayoría de los padres dicen que les gustaría que sus hijos fueran más expresivos, pero no saben que les están hablando de diferente manera… Estos son estereotipos aprendidos y como sociedad los estamos reforzando”.

La buena noticia para los niños es que los hombres con un coeficiente alto de inteligencia emocional no les transmitirán estos valores. La mala es que la presión surgida inesperadamente hace que esos hombres pongan en pausa su deseo de aceptar a los niños, sin mencionar su propia sensibilidad emocional.

Una bloguera de Vice, Chelsea G. Summers, se emociona de que la “misandria” (odio hacia los hombres) se haya vuelto “chic”. Dice con entusiasmo que, sumada a una agenda política, esta antipatía generalizada es prometedora de una “grandiosa cultura pop”. Esto se ha manifestado, entre otras formas, a través de blogs, ensayos en línea y tuits que ridiculizan y hacen burla de la creciente moda entre los hombres de llorar, lo cual, desde mi propia experiencia y la de otros hombres, sé que puede ser el acto que más libera y sana un pasado doloroso que devalúa la sensibilidad masculina. De manera paradójica, para algunos hombres el feminismo de la tercera ola que adoptan los obliga a acallar la misma sensibilidad y empatía que les abrió los ojos sobre la situación de las mujeres.

¿En verdad es de sorprender que algunos de nosotros queramos tener que ver poco o nada con la crianza de hijos varones? El subtexto que nos bombardea desde muchos lugares finalmente nos anima a abandonarlos, incluso cuando se hunden ante las agitadas corrientes de un mundo cambiante para el que carecen de la capacidad de flotar. Aun así los hombres como yo entregamos nuestra responsabilidad al permitir que otros hombres (esos que no siempre alientan la humanidad más amplia y profunda entre los hombres) críen niños. Además nos privamos de la oportunidad de sanar viejas heridas.

Por supuesto que debemos empoderar a nuestras hijas, porque todavía hay una burda inequidad. Y, a pesar de la insensible y cada vez más inmadura oposición, debemos empoderar a los niños, con el mismo conjunto de educación emocional y visión del mundo expandida con los que enseñamos a nuestras hijas. Es lo que ellos, y nosotros, al final necesitamos.

Hace poco envié a Macallah, que ahora tiene cinco años, a su habitación después de que ignoró mis repetidas peticiones de que dejara de gritar y aventar sus juguetes. Más que haberle dicho que se fuera, lo que me molestó fue lo que muchas personas llaman “energía de niños”. Es una fuerza reactiva y destructiva que me debilitaba incluso cuando era pequeño. Entonces escuché la voz de Liz, mi esposa, dentro de mí: “Solo quiere tu atención. Los niños no siempre saben cómo pedir lo que necesitan”.

Encontré a Macallah en su habitación repitiendo el mismo comportamiento. Respiré hondo.

“¿Estabas molesto porque no te estaba poniendo atención?”, le pregunté. Con la cabeza y la mirada hacia abajo, asintió. Me agaché y lo abracé, y luego lo miré. “Es importante que aprendas a decirnos a mamá y a mí lo que necesitas; a veces, eso significará decirnos lo que sientes por dentro, ¿me entiendes?”. Asintió. “Hazlo”, le dije. “Dime lo que en realidad querías”.

Alzó los hombros, todavía con la mirada hacia abajo. “Que me pusieras atención”, dijo.

Abrazó mi cintura con sus brazos y recargó su cabeza en mí. No necesité palabras para saber la emoción que embargaba a mi hijo: se sentía querido.