Noche de Terror en Brooklyn, La edición electoral

NUEVA YORK _ Halloween empezó antes este año. Yo situaría la fecha el 18 de julio, la noche de inauguración de la Convención Nacional Republicana 2016. El pedir regalos o amenazar con travesuras no ha parado desde entonces. Las travesuras han incluido un par de debates de terror, escándalos de correos electrónicos, diatribas xenofóbicas y ataques personales, todo lo cual también con demasiada frecuencia ha sido recibido como regalos sórdidos pero tentadores por la audiencia y los medios por igual.

La acción en la arena electoral hace palidecer al arte en comparación. Pero esto no ha evitado que Pedro Reyes, un artista-activista de la Ciudad de México, creara sus propias travesuras políticas de noche del terror en “Doomocracy”, una pieza de performance elaboradamente mordaz presentada por la organización sin fines de lucro Creative Time en Brooklyn Army Terminal.

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El escenario, en el costero Sunset Park, es idealmente espeluznante. Si uno imagina el concepto de un complejo militar-industrial traducido en arquitectura poderosa, esa es la terminal. Construida en 1919, como depósito de suministros militares entre las dos Guerras Mundiales, es monstruosa: un complejo de varios edificios en 39.25 hectáreas con dos almacenes de concreto de ocho pisos y suficiente espacio para guardar 20 barcos y un tren. Aunque gran parte del espacio ahora ha sido entregado a la industria ligera y negocios boutique (diseñadores de muebles, chocolateros), el lugar sigue provocando escalofríos como lo haría un mausoleo, especialmente de noche.

Y, apropiadamente, es de noche cuando sucede “Doomocracy”, los viernes, sábados y domingos, de 6 de la tarde a la medianoche hasta el 6 de noviembre.

Los visitantes se reúnen primero en un salón de elevado techo de cristal dominado por una de las esculturas de Reyes. Una fusión surrealista de la Estatua de la Libertad y la Bestia Apocalíptica, da un indicio de las desorientaciones por venir.

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Desde ese punto de partida, se da paso a pequeños grupos, uno a la vez, al acto principal bajo estrecha supervisión en lo que se siente como una mezcla entre un tour guiado y una marcha forzada. (Los boletos son gratis, pero deben reservarse con anticipación.) Un grupo de asistentes es subido en una camioneta van y conducido a un lugar distante en la extensión de la terminal. Cuando el grupo se acerca a su destino, ocurre una disrupción.

La van es detenida por figuras que no son, como parece al principio, ayudantes de estacionamiento, sino policías militares en uniformes de equipo de tácticas especiales. Abren de un tirón las puertas, dirigen las linternas encendidas a los ojos de los ocupantes, les ordenan salir y los llevan a un edificio totalmente oscuro, gritando órdenes: pongan las manos sobre la pared; detrás de la cabeza; fórmense, muévanse. Los asistentes saben que esto es teatro, pero también descubren que el hecho de que les griten y los cieguen con las luces acelera su pulso; desarma sus defensas; les convence de hacer lo que les dicen.

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El resto del espectáculo, que es básicamente un drama móvil de 45 minutos en una docena o más de actos breves, alterna la realidad montada con la sátira alocada, aunque, como es habitual, Reyes tiende a resistir el hacer distinciones claras entre las dos modalidades. Para anteriores proyectos, recolectó armas automáticas que fueron entregadas o decomisadas por el ejército mexicano a los cárteles de la droga y las fundió para hacer palas de jardinería e instrumentos musicales. También ha organizado exhibiciones que han fusionado el arte del performance, la escultura y la sicoterapia.

La ambigüedad en el tono y el propósito es uno de los elementos que hace a “Doomocracy” dramáticamente eficaz.

Otro es el ritmo rápido establecido por la directora del performance, Meghan Finn. Una escena lleva a la otra. El equipo de tácticas especiales .

apresura a los asistentes por un corredor, luego desaparece. Ahora están en una casilla de votación, siendo registrados para votar mientras ven cómo las boletas son hechas trizas ante sus ojos. Después, toman un respiro en una cómoda sala de estar suburbana, solo para escuchar a un par de amas de casa que cargan pistolas advertir sobre “nuevas adiciones” no bien recibidas en el vecindario. El dúo dispuesto a disparar apenas ha saludado cordialmente a su sujeto cuando los espectadores son movidos de nuevo, a la sala de espera de un consultorio médico, donde una mamá suburbana adicta a los opioides los asalta con peticiones de una dosis.

Y así continúa: hacia una sala de consejo corporativa para votar sobre acuerdos ventajosos para los privilegiados (es decir los mismos asistentes); a un salón de clases en una escuela primaria que enseña historia falsa (la esclavitud no era tan mala) y les ofrece escudos a prueba de balas color rojo brillante; a una cacería de brujas contra el aborto (este es el gran número musical del espectáculo); a una fábrica que comercializa aire artesanal del Himalaya a un mundo ambientalmente devastado. (“Solo Dios respira un aire tan puro”.)

Y en un momento divertido a lo largo del recorrido, los asistentes salen de un elevador para entrar en una fiesta de coctel en el penthouse de un coleccionista. La escena, como el propio mundo del arte, es puro cliché: meseros que sirven champaña, una recepcionista que lanza besos al aire, una pintura de palabras de Christopher Wool en la pared, y un artista en residencia nervioso e inoportuno que promueve su producto más reciente. (“¡Gira en torno del aburguesamiento!”)

Hay más, bastante, concluyendo con una toma ostensiblemente no partidista desde el punto de vista del espectador sobre la actual batalla electoral como un partido de la Copa Mundial política con la Tierra como la pelota en juego. Luego, repentinamente, los asistentes van rumbo a la salida del espectáculo, pasando frente a un quejumbroso profeta callejero que usa un cartel sobre pecho y espalda y distribuye volantes de “Doomocracy”.

Dada la velocidad y la acumulación de estímulos sensoriales del performance, es imposible absorberlo todo. Baste decir que, aunque no todas las partes de la pieza son igualmente fuertes _ la sátira tiene que estar justo en la nariz, llena de extrañeza, para funcionar, y parte de ella es demasiado fácil _, el nivel de ingenio visual es alto, y el elenco de más de 30 actores (entre ellos, un chihuahueño llamado Dreidel) es impresionante. El guion de Paul Hufker, con contribuciones de Nato Thompson, director artístico de Creative Time, sonó, tras escucharlo una sola vez, agudo, actualizado y amplio en sus temas de discusión, algunos de los cuales Reyes cita en la definición de “doomocracy” que imprimió en el volante:

1. Una forma de gobierno en la cual el poder supremo es concedido a un tirano por un electorado general aterrorizado.

2. La aritmética esotérica que hace maleable al proceso electoral.

3. Un golpe de estado corporativo en cámara lenta.

4. Una guerra mundial permanente librada en nombre de la libertad.

Actualmente, estamos experimentando todo eso, por no mencionar la destrucción planetaria y la falta de vivienda internacional.

Cuando uno sale de “Doomocracy”, se siente la emoción visceral, la emoción que transmite el buen teatro, la sensación de haber pasado por algo revitalizador y que lleva a enfocarse. También podría tenerse la sensación tranquilizadora de que, no, no solo es uno; la realidad de Estados Unidos, en 2016, está tan fuera de control como uno piensa que está.

Aférrese a esa tranquilidad. La va a necesitar. El espectáculo termina dos días antes de la elección presidencial estadounidense. Y ese acontecimiento, cualquiera que sea el resultado, no pondrá fin a la Noche del Terror.

Holland Cotter
© 2016 New York Times News Service