Orfandad por feminicidio, en el vacío

Ciudad de México (apro-cimac).- Un feminicida no solo destruye el cuerpo de una mujer: el daño y el dolor trascienden el tiempo y el espacio, llegan a las niñas, niños y adolescentes que quedaron en orfandad, azotan a los que perdieron a una hija, mata también la justicia, la posibilidad de una vida sin violencia de la que hablan las leyes.

Obligadas a saber y atender la problemática, como lo ordena la Ley General de Víctimas, las instituciones federales tienen solo algunos datos. Señala la norma que los familiares o personas que tengan una relación inmediata con la víctima directa son víctimas indirectas y por tanto pueden recibir ayuda provisional, oportuna y rápida de los Recursos de Ayuda de los sistemas de víctimas federales o de las entidades federativas.

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La ley deriva de una sentencia que dictó contra del Estado mexicano la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2009, como responsable del feminicidio de tres jóvenes en 2001 en Ciudad Juárez, Chihuahua.

El Sistema Nacional de Protección de Víctimas debe coordinar apoyos médicos, psicológicos y jurídicos a las víctimas, y existe la Ley General de Niñas, Niños y Adolescentes para garantizar apoyos. Pero ningún registro público hay de las víctimas indirectas.

Interrogada por Cimacnoticias mediante solicitud de información, la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes conoce sólo un caso de orfandad por feminicidio y la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas registró 65 casos de 2014 a lo que va de este año.

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Desde febrero pasado, se solicitaron entrevistas con las titulares del Sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF), del Comité de Violencia Sexual de la Conavim y de la Subprocuraduría de Atención a Víctimas del Delito y Servicios a la Comunidad de la Procuraduría capitalina, sin tener respuesta hasta ahora.

En suma, solo 66 orfandades reconocen las autoridades, aunque hay un registro oficial de 34 mil 176 asesinatos de mujeres en el país de 1985 a 2009, lo que habría dejado miles de huérfanas y huérfanos, y un número elevado de abuelas-madres.

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Un número de víctimas que, además, aumenta cada vez que un feminicida comete el crimen, lo que sucede al menos siete veces por día en el país.

Alan, regateo de apoyos
El 9 de septiembre de 2015 en Tlajomulco, Jalisco, Alan* corrió por sus abuelos porque su padre quería matar a Betzabé, su mamá. Cuando llegaron, estaba muerta.

Desde entonces, él y sus cuatro hermanos viven con sus abuelos, Amparo Hernández y Mario García, adultos mayores, quienes pidieron a la Procuraduría Social de Tlajomulco la custodia. Les querían hacer pagar 8 mil pesos por niño.

La respuesta no extraña, dice la fundadora de la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia, Margarita Griesbach Guizar, porque “la autoridad no interviene como debe y si hay una tía o una abuela es quien se queda a cargo y la familia hace lo que puede”.

Amparo cerró su mercería para atenderlos (tiene además una hija con síndrome de Down). El DIF agilizó la custodia, con apoyo de la vicecoordinadora del Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres, Alejandra Cartagena.

Viven con lo que gana el abuelo como campesino, más una despensa que exigió Cartagena al DIF, entregada “de vez en cuando”, y una beca de la SEP por un año, solo para Alan.

¿Por qué? Responde la abogada: “porque las autoridades no están organizadas”, “no tendrían que ser las víctimas quienes busquen ayuda, sino el Estado quien les de todo el apoyo”.

Hoy la familia no tiene apoyo psicológico y le falta un cuarto más que prometió el DIF y no cumplió.
Huellas de la violencia

Rafael tiene 18 años, Ulises 17 y Fabiola 15. El 12 de febrero de 2014, vieron cómo su padre Bernardo López, y su tío Isidro “El Matute”, metieron a su madre a la cisterna y la colgaron dentro de su casa en Cuautitlán Izcalli, Estado de México. La autoridad no les creyó y determinó un “suicidio”, como dijeron los feminicidas.

Rafael perdió el control de esfínteres; Ulises se escondía en las sábanas para gritar y escapar de las pesadillas, se golpeaba contra la pared, subía a la azotea y preguntaba cuándo regresaría su madre. Fabiola balbuceaba “papá le pegó a mamá” y se golpeaba la cabeza con las manos.
Antonia, su abuela, se dedicó a luchar para que la Procuraduría estatal revirtiera el dictamen de suicidio y a cuidar a sus nietos. En 2004, escuchó en la radio al psiquiatra Giuseppe Amara, le pidió ayuda y este atendió gratuitamente a los dos niños, por un tiempo determinado. Fabiola no, Antonia pensó que era muy pequeña.

Luego pagó atención psicológica particular, con su trabajo de costurera. Actúo adecuadamente, porque, como explica la investigadora del Centro de Estudios de la Mujer de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM, Julia Chávez Carapia, la niñez que no es atendida tras haber sido violentada por su padre y luego presenciar o vivir el asesinato de su madre puede normalizar la violencia y reproducirla en la escuela o en su entorno general o presentar desequilibrios en su personalidad.

En 2008, apoyada por organizaciones civiles, Antonia logró atención para sus nietos a través de la Fevimtra, porque fueron careados con “Matute”. Hoy sigue buscando justicia y paga para que sus nietos y su nieta tengan salud emocional.

Abuela-madre-activista

Tras el asesinato de Alejandra, Norma Andrade, su madre, dejó su profesión de maestra y se convirtió en madre de sus nietos, Judith de un año y Alberto, de seis meses. Alejandra fue hallada muerta y con signos de violencia sexual en un baldío de Ciudad Juárez, el 20 de febrero de 2001.

Norma se convirtió en investigadora y activista. Junto con Marisela Ortiz, profesora de Alejandra, fundó la agrupación “Nuestras Hijas de Regreso a Casa”, una de las primeras en documentar y apoyar a familiares de víctimas de feminicidio.

En 2001 lograron atención psicológica para las madres en el Instituto Chihuahuense de la Mujer, y que en 2002 que el Gobierno local diera 900 pesos quincenales a las madres, útiles, uniformes, becas, pago de inscripción a la escuela y servicios de salud pública para los hijos.

Norma se exilió y cuando regresó a Juárez, en 2005, ya solo les daban becas y útiles. Son, dice, “una forma de calmar las exigencias de las familias que quieren verdad y castigo a los culpables”.
*Los nombres de las niñas, niños y adolescentes fueron cambiados para proteger su identidad.