Reseña: En ‘Jackie’ está la viuda de Kennedy, pero también la vendedora de un mito

El 25 de noviembre de 1963, tres días después de convertirse en la viuda más famosa del mundo, Jaqueline Kennedy se puso un velo de luto. Era una cortina diáfana que le llegaba a la cintura; se movía ligeramente mientras caminaba tras el ataúd de su esposo en el cortejo que viajó de la Casa Blanca a la Catedral de St. Matthew. El velo era bastante traslúcido para revelar su rostro pálido, aunque no por completo, con lo que aseguraba ser visible y estar oculta a la vez. “No me gusta escuchar a la gente decir que tengo porte y mantengo una buena apariencia”, dijo después. “No soy actriz de cine”.

Intensamente conmovedora y cambiante, la película Jackie es un recordatorio de que durante un tiempo esa mujer fue más grande que cualquier estrella, más grande que Marilyn Monroe o Liz Taylor; era la Viuda —la encarnación del dolor, símbolo de fuerza, torre de dignidad y, crucialmente, arquitecta de un brillante teatro político—. Su imagen también era espectacularmente reproducible. No es una sorpresa que, poco después de la muerte del presidente John F. Kennedy, Andy Warhol comenzara más de 300 retratos de la Viuda, yuxtaponiendo fotografías que le habían tomado antes y después del asesinato. En algunos de ellos sonríe; en otros, parece estar congelada (¿o estoica?); las que resaltan son fotos con grandes acercamientos. Parecen recuadros de un filme que no se ha terminado de realizar.

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Jackie no intenta completar esa película imposible y aparentemente interminable; la épica sinfín conocida como “El asesinato del presidente John F. Kennedy y lo que significa en la historia”. En vez de eso, ambientada en gran parte después de su muerte, la cinta explora la intersección de la vida pública y privada, mientras medita acerca de la transformación del pasado en mito. También logra un buen golpe de caracterización, porque prueba que el problema conocido como la Esposa Cinematográfica —la mujercita que ronda entre el fotograma y la historia— puede resolverse con razonamiento y una buena realización. Y, al igual que en los retratos de Warhol, aquí John F. Kennedy es una suerte de participante secundario.

John F. Kennedy entra y sale con elegancia una y otra vez, mostrando sus grandes dientes (lo interpreta un actor que se parece a él de manera asombrosa: Caspar Phillipson), pero como lo anuncia el título del filme, todo es acerca de ella. Jackie (Natalie Portman, perfecta) aparece por primera vez en el recinto Kennedy en Hyannis Port, Massachusetts. Es poco después de la muerte de su esposo, y ella se ha refugiado en otra casa blanca que se encuentra en Nantucket Sound. Si sus grandes ventanas sugieren transparencia, su rostro firme y cuerpo encogido revelan que tiene otros planes para el periodista sin nombre (Billy Crudup), quien ha venido a escribir acerca de cómo se siente y lo que significa. En algunos papeles, Portman es rígida y jamás parece salir de su cabeza; en Jackie eso funciona como un rasgo del personaje.

El periodista es una versión ficticia relajada e indiferente del escritor Theodore H. White. El 29 de noviembre de 1963, una semana después de haber arrullado la cabeza de su esposo agonizante sobre su regazo, la Sra. Kennedy dio una entrevista a White que, según él, duró cerca de cuatro horas. Originalmente titulada For President Kennedy: An Epilogue, el artículo de White se publicó en la revista Life y fue un modelo de la fabricación impresionantemente comercializable de un mito… inauguró el cuento de hadas de Camelot. White conocía a Kennedy, pues escribió The Making of the President en 1960, un recuento de su campaña presidencial. Pero la Viuda era otro asunto por completo y en las notas de la entrevista White garabateó las palabras: “¿Qué piensa una mujer?”

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Jackie también intenta responder a esta pregunta, pero con un cambio en el énfasis, pues se pregunta: “¿Qué piensa este ser humano en específico?”. El director chileno Pablo Larraín, con su primer filme en inglés, retoma con seriedad este cuestionamiento y al personaje que le da título al filme, pero sin una prepotencia absorbente. El filme tiene la fidelidad requerida en la superficie, las recreaciones meticulosas, la elegancia del periodo y personajes históricos interpretados por actores como Peter Sarsgaard y una estirada Greta Gerwig. Sin embargo, también tiene momentos de levedad y extrañeza, así como curvas y notas desagradables, lo cual refuerza la sensación de que esas son personas, no figurines en una película biográfica fiel y predecible.

La entrevista de White lleva la historia al pasado, teletransportando a Jackie, por ejemplo, al Air Force One, donde —dándole la espalda a la cámara— pasa horas frente al espejo mientras practica un aparente discurso en español para el inminente viaje a Dallas. Vestida con su traje Chanel rosa, se pone su sombrero pastillero como si estuviera lista para la entrada. El color brillante del traje le da al filme un estruendo visual, al igual que las rosas color rojo profundo que alguien pone en los brazos de Jackie después de que ella y John F. Kennedy desembarcan. Algunas de las fotos más famosas de ese día, como las de Lyndon B. Johnson después de jurar el cargo a bordo del Air Force One, están en blanco y negro, así que es fácil pasar por alto que las manchas que más tarde aparecieron en el traje rosa eran gotas de sangre.

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Escrito por Noah Oppenheim, el filme tiene la estructura de un sujetalibros, con escenas iniciales que hacen eco de las finales. Es un diseño familiar, uno que brevemente le da al filme un sabor de “érase una vez” conforme Jackie cuenta su historia y se mueve, a menudo enérgicamente, entre el presente, el pasado reciente y el pasado lejano. Las narrativas fragmentadas con tiempos de rayuela son comunes, aunque a menudo parecen esfuerzos para condimentar una historia aburrida. En este caso, esos cambios ayudan a difuminar el tiempo —el pasado sigue estando terriblemente presente— y subrayan la magnitud del trauma de la protagonista. Mientras que algunas de las retrospectivas son adecuadamente glamurosas, otras exponen el horror crudo que el velo de Jackie oculta y anuncia.

El filme echa un vistazo tras el velo para encontrar a una mujer que es más compleja de lo que la historia puede hacerla parecer. Para ese fin hay varias Jackies que vagan por el filme, entre ellas la anfitriona ansiosa y sin aliento que flota por la Casa Blanca, explicando sus renovaciones a un equipo de la CBS en un tour de 1962. Está la Jackie que baila, la Jackie que aplaude. Jackie la madre, Jackie la esposa. También está la Jackie de acero, que insiste en una procesión elaborada y pública con gaitas y testigos de su duelo. Para ayudar a transmitir estas Jackies, Larraín reconstruye algunas imágenes históricas de la Sra. Kennedy y a veces combina estas recreaciones con material original.

Las recreaciones en Jackie invitan al espectador a comparar los originales con las reproducciones, un escrutinio que a su vez enfatiza la manera en que cada una es en realidad una actuación. En repetidas ocasiones, Larraín muestra a Jackie viendo espejos y mirando por ventanas, una estrategia que duplica su imagen y subraya sus múltiples papeles. Algunas de las cargas de actuaciones como esas son menos exploradas que inferidas, como cuando de manera sorprendente compara a su marido con Jesús mediante una referencia a las tentaciones y el desierto. En esta narración, por lo menos, su restauración de la Casa Blanca se vuelve una vista previa de la renovación instintiva del legado Kennedy que ella inició, una remodelación que también posiciona a John F. Kennedy como un Lincoln moderno.

Además de algunos sinsentidos extravagantes que salen de la boca de Bobby Kennedy (Sarsgaard), en general el filme evita la política y las políticas presidenciales, así como los escándalos macabros, las fiestas sexuales y las pastillas que se tomaban. En vez de eso, explora la fantasía de la doble moral de esa casa: Camelot, como Jackie la bautizó.

La idea de que la era Kennedy se representa en Camelot se convirtió en una figura retórica perdurable y, para algunos, en una mentira desquiciante. En un ensayo de 2011 publicado en Vanity Fair, el escritor Christopher Hitchens atacó a Jacqueline Kennedy, pues argumentó que su “inocencia encantadora”, como lo dijo él, era “una cubierta suave para una suerte específica de complicidad y cálculo”. Esa complicidad parecía provocarle rechazo, pero es lo que le da impulso a Jackie.

El filme da por sentados el disimulo y la malicia de Jackie, al igual que hace con su elegancia y su amor por la alta costura. Dicho de manera distinta, da por sentada su personalidad, lo cual podría ser la razón por la que Larraín muestra todo el moco, las lágrimas y la sangre, todo el desesperado desastre corporal. En Jackie, el cuerpo de Kennedy —el objeto de obsesivas preguntas— es remplazado con el de ella mediante una suerte de transfiguración simbólica conforme asume el papel de representante solemne, la guardiana de un legado brillante. El asesinato fue una tragedia nacional y personal, una a la que ella respondió con un mito que fue un acto de voluntad y soberanía radical. Se casó con John F. Kennedy y también ayudó a inventarlo.