Sabores de casa con los chefs refugiados

PARIS _ Una noche reciente, los invitados en este pequeño restaurante en la Rivera Izquierda entornaron los ojos ante los platillos inesperados que estaban en el menú: puré de lentejas anaranjadas con kebe y espinacas; macarela marinada con pimientos morrones y tahini; codorniz servida con freekeh, un grano originario del este del Mediterráneo.

Estaba lejos de ser una dieta usual en L’Ami Jean, un café francés tradicional, cuyo efusivo chef y dueño, Stéphane Jégo, es conocido por su interpretación de la cocina vasca.

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Sin embargo, esa noche, si los invitados se hubiesen asomado a la cocina, habrían visto a dos chefs preparando cada platillo: Jégo y Mohamad el Jaldi, un sirio que trabajó durante 20 años como cocinero en su nativa Damasco, hasta que se vio obligado a huir de los bombardeos.

“Cocinar es mi trabajo, es mi vida”, dijo Jaldi.

Parecía casi eufórico mientras revisaba las ollas, las de Jégo y las suyas, con las salsas que hervían sobre la estufa del restaurante, y alineaba los recipientes metálicos llenos de pilas ordenadas de perejil y cilantro, lavados y picados, listos para colocarlos como aderezos.

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“Estamos preparando un sabor que es de Siria, pero al estilo francés”, dijo, en tanto que Jégo asentía con aprobación.

El restaurante es uno de los nueve lugares que ofrecieron presentar a un chef refugiado en el primer “Refugee Food Festival” en París. Jaldi participó junto con otros ocho chefs refugiados, muchos de ellos por medio de una organización que trabajó con el festival de comida: Les Cuistots Migrateurs o Cocineros Migrantes.

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Les Cuistots Migrateurs es una nueva empresa audaz, creada por dos intrépidos emprendedores franceses que están tratando de cambiar la forma en la que los parisinos perciben a los inmigrantes, introduciendo a los franceses a lo mejor de las cocinas caseras de los recién llegados. Los emprendedores Louis Jacquot y Sébastien Prunier, ambos de 29 años, rastrearon a los chefs profesionales que estaban entre los miles que recientemente obtuvieron el asilo en Francia; luego, reunieron a un grupito para formar una compañía de cáterin que se especializara en cocinas menos conocidas.

Con tres sirios, un checheno, un iraní, un indio, un etíope y un ceilanés (un afgano y un tibetano harán una audición en los próximos días), los organizadores ya han realizado 20 actividades desde febrero, incluidas comidas, cenas y bufets.

En un país donde el discurso dominante es que los refugiaos viven del Estado y son una carga para la sociedad, y donde la cocina francesa domina la escena alimentaria, el proyecto ofrece un reducido, pero impactante, contradiscurso que muestra que los refugiados pueden aportar habilidades y están más que dispuestos a trabajar.

“A los inmigrantes aquí se los ve bajo una luz negativa, como que están debilitando al país, como que no tienen nada que ofrecer, pero, de hecho, ofrecen una oportunidad de intercambiar culturas, de traer algo positivo: la cocina de un lugar da placer”, explicó Prunier, quien es originario de Montreuil, un suburbio al este de París. “Esto es parte de la inmigración, también”.

La empresa de cáterin empezó en una cocina que se compartía en un espacio subsidiado por el gobierno y dedicado a promover empresas nacientes; durante el verano, pasó a una cocina que es parte de un sitio flotante para conciertos en el Sena, cerca de la Biblioteca Nacional de Francia.

El lugar se llama Le Petit Bain y presenta música del mundo, así es que los dueños aceptaron acoger a los Cocineros Migratorios porque creyeron que su enfoque en la cocina mundial sería un buen complemento.

Los cocineros se reúnen allí para hacer platillos para las actividades que realizan y las meses (entradas) que se sirven cada noche en un bar al aire libre en la azotea del salón de conciertos.

Moaaoya Hamud, de 26 años, otro refugiado sirio y otrora periodista que también tiene experiencia como cocinero en un restaurante, prepara las meses. Huyó de Siria en el 2014, después de que los señalaron a él y a su familia.

Una mañana reciente, estaba preparando un platillo con berenjenas. Cerca, Fariza Isakova, de 32 años, una refugiada de Grozni, Chechenia, quien huyó en el 2004, pero llegó a Francia recientemente, estaba formando círculos muy bien hechos con la masa para los pirachkichs, que rellenaba con una preparación de col, zanahorias, eneldo, perejil y cebolla finamente picados. Aprendió a cocinar en el restaurante de su madre en Grozni, la capital de Chechenia.

Ninguno de los emprendedores parisinos tenia antecedentes en la cocina ni en le negocio alimentario antes de su incursión en el cáterin. Egresaron de una escuela de negocios en la norteña ciudad de Ruan, donde se encontraron, pero no se conocían muy bien. Cada uno trabajó en distintos negocios durante varios años; Prunier estuvo en Ernst & Young para y Jacquot en una firma de comunicaciones digitales.

“Pero sentimos que estaba faltando algo”, dijo Prunier”. Jacquot dijo que los dos “querían hacer algo más cercano al corazón”.

Descubrieron que compartían el interés de llevar a Francia la comida que habían probado cuando andaban de viaje.

Jacquot pasó seis meses viajando por Líbano, la India, Nepal, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam, así como por Perú, México y Brasil. Subsistió con comida de la calle y los platillos de fondas en calles secundarias como una forma de entender la cocina casera de cada país, porque, dijo, existe la tendencia de que sean las familias las que operen los puestos de comida y las fonditas.

Prunier vivió en Hong Kong, Singapur y Shanghái, y aprovechó cada oportunidad de comer en casas porque ahí probó platillos que nunca encontró en los restaurantes.

En el otoño, fueron a una fiesta de una organización sin fines de lucro que trabaja con refugiados, a la cual éstos llevaron distintos platos. “Había unas 15 cocinas”, comentó Jacquot. “Eran tan coloridas, tan sabrosas, tan sorprendentes”.

Los dos empezaron a dar ideas: ¿por qué no buscar entre los muchos refugiados a quiénes les habían otorgado el asilo en Francia (unas 19,500 personas recibieron el estatus de refugiado en el 2015, según el ministerio del interior) y encontrar a quienes se formaron como chefs?

Tenían tres objetivos, dijo Prunier y Jacquot. Querían exponer a los nacidos en Francia a las cocinas y culturas de quienes estaban llegando a sus costas, pero cuya comida todavía tenía que penetrar la escena gastronómica parisina. Querían crear empleos. Y, quizá, más que nada, querían empezar a cambiar la forma en la que se percibe a los inmigrantes en Francia, comentó Prunier.

Parte de la idea del cáterin es que los cocineros refugiados estén presentes cuando se sirva su comida y puedan hablar con las personas si tienen preguntas, haciendo de los alimentos un medio de intercambio cultural.

“Es importante mostrar que esto proviene de una persona y que fue un largo camino el que recorrió para traerla aquí: que la cocina viene de un lugar y una tradición”, explicó Prunier.

Aliss J. Rubin
© 2016 New York Times News Service