
El narcisismo no es simple vanidad, sino una herida existencial que busca compensación. El político narcisista no gobierna para servir, sino para confirmar su propia relevancia. Las decisiones públicas se convierten en actos de autoafirmación, los discursos en monólogos frente a un espejo imaginario, y un público de empleados y colaboradores obligado a aplaudir.
En Tijuana, esto se traduce en una clase política que prioriza la foto con el “líder” sobre el informe de obras, el tuit viral sobre el estudio técnico, la lealtad facciosa sobre el bien común. No importa si no saben cómo resolver el tráfico, la inseguridad o la crisis hídrica. Lo que importa es aparecer como los únicos capaces de hacerlo.
Además la carrera por gobernar Tijuana está atestada de lacayos oficiosos con almas de sofistas, muy dispuestos a sonreír, aplaudir y vitorear..
El presupuesto como espejismo
Detrás de esta farsa carnavalesca, hay un incentivo más crudo: el dinero público. El presupuesto municipal no es solo una herramienta de gestión, sino un botín que alimenta redes de lealtades, campañas disfrazadas de eventos sociales y una maquinaria clientelar que premia la sumisión, no la competencia.
Los aspirantes a la alcaldía no solo quieren poder; quieren controlar el flujo de recursos que les permitirá mantenerse en el imaginario colectivo, aunque sea como figuras decorativas. El narcisismo político no es gratuito: se alimenta de presupuestos mal asignados, de contratos opacos, de la ilusión de que repartir migajas es lo mismo que gobernar.
La tragedia de una ciudad sin sustancia
El problema no es solo que estos personajes carezcan de ideas. Es que el sistema los premia por su falta de sustancia. En un entorno donde lo mediático pesa más que lo técnico, donde la lealtad partidista vale más que la eficiencia, el narcisista triunfa no a pesar de su vacuidad, sino gracias a ella.
Tijuana merece más que esto. Merece una política que deje atrás la adolescencia narcisista de sus élites y asuma, por fin, la madurez de gobernar con seriedad. Pero para eso, ese “pueblo bueno y sabio” primero tendrá que dejar de aplaudir a quienes solo buscan su propio reflejo.