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Entre el voto y la plaza

La gente pone en duda la legitimidad del desempeño del Gobierno del Estado

En política, pocos escenarios son más poderosos que una plaza pública llena de personas. Ya sea por protesta o por apoyo, el pueblo reunido parece hablar con una sola voz. Pero, ¿quién representa de verdad al pueblo? ¿Los que están en la explanada con pancartas? ¿O los que ganaron en las urnas bajo reglas más o menos razonables y aceptadas?

La legitimidad democrática es, ante todo, una legitimidad de origen, fundada en un procedimiento: el voto, el sufragio efectivo.

Quien gana una elección puede decir, con razón, que fue electo por la voluntad popular y es, formalmente, representante de la ciudadanía.

Quien protesta, en cambio, no ha pasado por ningún proceso universal, racional ni con reglas claras, ni oportunidades de contraste entre propuestas. No tiene representación institucional, aunque su protesta sea legítima, justa y buena.
La protesta no representa al pueblo, pero sí expresa parte de su sentimiento.

Sin embargo, la legitimidad de origen del gobernante no garantiza la legitimidad de su desempeño.
El voto otorga una legitimidad basada en la expectativa popular, pero es el ejercicio del gobierno lo que valida esa legitimidad.

No basta haber ganado una elección: hay que gobernar bien.

Para ello, las y los ciudadanos en México tienen el derecho constitucional de legitimar o rechazar el desempeño del gobierno. Tienen el derecho de juzgar y revocar.


Pero en Baja California, el Congreso del Estado se ha negado a legislar sobre cómo y cuándo debe realizarse el referendo de revocación de mandato.

Las y los diputados actuales niegan ese derecho no por razones técnicas, sino por intereses personales y de grupo. En el fondo, es desprecio a la ciudadanía y miedo a ser juzgados.

Ese ejercicio —la revocación— sería una vía racional para que la ciudadanía diga: “Ya no” o “Que siga”. Pero ese derecho, hoy, está negado.

Marina del Pilar fue electa por una mayoría clara. Eso le otorga legitimidad formal de origen.

Pero su administración ha generado fuertes cuestionamientos públicos. Y entre esas críticas, emergió una protesta inusual: una carne asada masiva en la explanada del poder. Miles se reunieron, no para celebrar, sino para expresar su descontento.

¿Representan al pueblo esos manifestantes? No en términos institucionales.

¿Expresan un malestar social real? Sin duda que sí.

La respuesta de la gobernadora fue estratégica: eventos multitudinarios bajo carpas blancas, cuidadosamente organizados, con públicos movilizados que aplauden, vitorean y agradecen.

Desde ahí, Marina habla al pueblo. Pero ese pueblo fue preseleccionado, organizado, cuidado. Era pueblo a modo.

Es una estrategia válida. Una forma de reconectar con quienes votaron por ella y que hoy podrían estar desconfiando. También una forma de mostrar fuerza, recuperar simpatías y desmoralizar a la oposición y a los malquerientes de la 4T.

Lo peligroso sería que la propia gobernadora confundiera esa puesta en escena con una validación automática de su gobierno.

Si así fuera, ya no habría nada mejor por hacer, y se traicionaría un principio fundamental de la izquierda: la convicción de las fuerzas progresistas de que todo gobierno siempre puede ser mejor.

La única legitimidad vigente de un gobierno debería provenir de la posibilidad real de que la ciudadanía pueda decir si continúa o se retira, en un proceso racional y transparente como el que lo llevó al poder.

Ni las plazas de manifestantes ni las carpas de militantes otorgan, por sí solas, esa legitimidad.

Pero en una guerra de percepciones, quien detenta el poder siempre lleva ventaja: los recursos con los que cuenta son abismales frente a los de los inconformes.

Aun así, algo debe quedarle claro a la gobernadora: cuando la gente sale a las calles, es una señal inequívoca de que algo en su gobierno se ha podrido.

El pueblo no ama a los gobernantes; ama lo que hacen por él.

La diferencia parece sutil, pero es abismal.

Y cuando el poder confunde la ovación orquestada desde el poder para el poder con el juicio colectivo, las brasas de la carne asada en Mexicali podrían ser apenas el inicio de un fuego mayor.